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Domingo de la alegría

A lo largo del año, la Iglesia celebra los diversos aspectos del misterio de Cristo. Éste es tan amplio y profundo que resulta imposible para los hombres abarcarlo y contemplarlo todo de una sola vez. Por eso lo vamos haciendo de a pocos, según los tiempos y días del año litúrgico, de modo que los fieles podamos acoger su poder salvífico y llenarnos de la gracia de la redención. El tercer domingo de Adviento, que marca la semana que estamos viviendo, destaca uno de los frutos propios del misterio de Cristo: la alegría. Por eso se llama domingo de gaudete o “de la alegría”. La denominación se inspira en el antiguo anuncio del profeta Zacarías: “alégrate y goza, Sión, porque voy a habitar en medio de ti” (Za 2,14), así como en la profecía de Sofonías: “alégrate, hija de Sión…porque el Señor está en medio de ti” (So 3,14-15) y otros anuncios similares del Antiguo Testamento que la Iglesia interpreta muy bien como referidos al nacimiento de Jesús, el hijo de Dios que, a través de la Virgen María, ha venido a habitar en medio de nosotros, su pueblo, y dentro de cada uno de nosotros los cristianos.

La Iglesia se alegra ante la cercanía de la Navidad, porque la presencia del Mesías, y con él la llegada del Reino de Dios, que ya está presente en este mundo, nos llena de alegría. De hecho, la alegría es uno de los signos distintivos de los cristianos. La anuncia el arcángel Gabriel, cuando al comunicarle a la Virgen María que Dios la había elegido para ser la madre de Jesús, comienza diciéndole: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28). Es la alegría que experimenta Juan el Bautista, incluso antes de nacer, cuando al entrar a su casa la Virgen María llevando en su seno a Jesús, “salta de gozo” en el vientre de su madre (Lc 1,44). La misma alegría que anticipa el ángel a los pastores, la noche del nacimiento de Jesús, al decirles: “Os anuncio una buena noticia, que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11). Es la alegría que algunas horas después experimentarán los mismos pastores cuando, tras ver al niño en el pesebre, “volvieron dando gloria y alabanza a Dios” (Lc 2,20), así como años más tarde la experimentarán el apóstol Juan y sus compañeros, según él mismo da testimonio después de su encuentro con Jesucristo Resucitado: “Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,20), tal como Jesús mismo les había dicho al anunciarles su muerte inminente: “ahora están tristes, pero volveré a verles y se alegrará su corazón y nadie les quitará la alegría” (Jn 16,22).

La alegría, por tanto, es una constante en la vida del cristiano. Brota al acoger a Jesús como salvador, al reconocerlo como el Mesías que viene a dar su vida por nosotros, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, extirpa el pecado que habita en el hombre y le impide ser feliz, porque el pecado termina siempre llevando al hombre a la tristeza, la angustia y la ansiedad, porque el pecado impide que el hombre se fíe de Dios. En cambio, la experiencia del cristiano es todo lo contrario, porque el cristiano confía en Dios y, por tanto, como la Virgen María, escucha la palabra de Dios y espera en Él. La alegría que la Iglesia experimenta en estos días, entonces, brota ante la certeza de que Jesús, este niño que nace en Navidad, realmente viene una vez más a nosotros y a nuestros hogares, para que la vida divina crezca en cada uno. Jesús viene por todos, sin distinción, especialmente por aquellos que se saben necesitados de salvación, porque como Él mismo lo dijo: “no he venido a llamar a justos sino a pecadores”, porque “no tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos” (Mt 9,12-13).

+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa