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EL VINO BUENO

Al comenzar cada año, la Iglesia, a través del evangelio que escuchamos en la Misa, nos lleva a los inicios de la vida pública de Jesús. Este domingo lo hace con el relato de lo que el evangelista san Juan llama el primer signo de Jesús, mediante el cual «manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,11). El episodio es bastante conocido: Jesús y sus discípulos estaban en la fiesta de una boda en Caná de Galilea. Llegado un momento, la Virgen María, que también se encontraba ahí, se da cuenta de que se ha acabado el vino y la fiesta comenzaría a decaer, así que se lo dice a Jesús, quien le responde: «¿Qué a mí y a ti mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Ella no responde a Jesús y se limita a decir a los sirvientes que hagan lo que Él les diga. Lo cual fue suficiente para que, cumplidas por los sirvientes las indicaciones que les dio Jesús, más de 500 litros de agua quedaran transformados en un vino de tan excelente calidad que, al probarlo, el mayordomo principal le dijo al dueño de la fiesta: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora» (Jn 2,10).

Con este milagro, Jesús hizo un gran favor a los nuevos esposos, porque como hace unos años dijo el Papa Francisco: «¡hubiera sido feo seguir la fiesta con agua! Un papelón para esa gente» (Angelus, 20.I.2019); y también nos hizo un gran favor a nosotros ya que, a través de ese signo, Jesús nos reveló algo muy importante para el hoy de nuestra historia. El corto espacio del que disponemos acá no permite entrar en muchos detalles, así que destacaré sólo un par. El primero es que el término “mi hora”, utilizado por Jesús al responder a María, lo volverá a usar otras veces en el evangelio de Juan para referirse a «su hora de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1), es decir a su misterio pascual. De este modo podemos concluir que, en Caná, Jesús anticipa con un signo el sentido de su muerte y resurrección: en la cruz, Jesús consuma la unión esponsal de Dios con su pueblo, “boda” que había sido anunciada varias veces por los profetas, y al haberse hecho “una sola carne” con nosotros, que es lo propio de la unión conyugal, nos hace también partícipes de su resurrección y, con ella, nos devuelve la alegría perdida por el pecado y la muerte que por causa del pecado entró en el mundo (Cfr. Rom 5,12). Como escribió el Papa Benedicto XVI, con su entrega por nosotros, Jesús «crea la fiesta de la alegría, una fiesta que solamente la presencia de Dios y de su don pueden instituir» (Jesús de Nazaret, p. 299).

Finalmente, así como en Caná la Virgen María se dio cuenta de que se había acabado el vino e intercedió ante Jesús para que reavivara la fiesta, también en nuestros días María está siempre atenta e intercede por nosotros ante su Hijo cuando nos falta la alegría. Y, así como en Caná, también hoy nos revela lo único que hace falta para que Jesús transforme toda vida “aguada” por el pecado, en una fiesta marcada por la alegría que genera el vino nuevo de la vida divina: hacer lo que Él diga, es decir confiar en Él, acogernos a la voluntad de Dios en nuestra vida cotidiana y, sobre todo, no faltar a la Misa dominical, ya que Jesús, en la Última Cena nos lo dijo: «hagan esto en memoria mía» (Lc 22,19).

+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa