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Vida Nueva

“Año nuevo, vida nueva”, es una frase muchas veces dicha, o al menos pensada. Con ella se expresan los buenos deseos que brotan del interior de las personas al comenzar un nuevo año calendario: Dejar de lado un mal hábito, superar algún defecto, llevar a cabo un proyecto o alcanzar una nueva meta. En no pocas ocasiones, sin embargo, con el transcurrir del tiempo esos buenos deseos se van como diluyendo o quedando sólo en buenas intenciones e, incluso, el no cumplirlos puede hasta crearnos cierta frustración. Otras veces, en cambio, tenemos la dicha de llevar a la práctica esos buenos deseos y verlos transformados en obras o acciones concretas. En estos casos, tales logros por lo general nos estimulan a proponernos nuevas metas y así vamos avanzando en la vida. Esto sin duda está muy bien, en la medida en que esos buenos deseos y metas respondan a nuestros anhelos más profundos, es decir en la medida en que hagan posible nuestro desarrollo humano integral o, dicho de otro modo, nuestro desarrollo tanto en la dimensión material como espiritual. Si sólo crecemos en una de esas dimensiones, en detrimento de la otra, tarde o temprano experimentaremos también la frustración porque no habremos crecido integralmente como personas.

Como el inicio del año es una buena oportunidad para reflexionar sobre el modo en que estamos llevando nuestra vida y para proponernos nuevas metas, parece lógico que debamos comenzar preguntándonos por el sentido de nuestra vida y la razón de nuestra presencia en este mundo. La mayoría de religiones enseña que existe otra vida después de la muerte; pero no todas están de acuerdo sobre en qué consiste esa vida y cómo se alcanza. Diversas corrientes filosóficas a lo largo de la historia han tenido también su propia concepción sobre estos asuntos y algunas de ellas han llegado a sostener que todo se termina con la muerte física, o sea en el ataúd. Los católicos, en cambio, sabemos que existe la vida eterna, que esa vida comienza en este mundo y que, justamente por eso, no nos aliena de este mundo sino que, por el contrario, nos impulsa más a cooperar en su desarrollo y en el bien común de la sociedad en la que nos toca vivir.

Nuestro Señor Jesucristo dijo: “Yo he venido para tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10,10) y también “El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí…de sus entrañas manarán ríos de agua viva” (Jn 7,37-38), palabras con las cuales se refiere al Espíritu Santo que reciben los que de verdad creen en Él. Basado en mi propia experiencia sobre la veracidad de esas palabras, al comenzar este año 2018 quisiera invitarlos a buscar en Jesucristo esa vida nueva que sólo Él nos puede dar, esos ríos de agua viva que brotan de las entrañas de Dios, que es amor, y que nos introducen en la vida eterna para la que hemos sido creados. Como hace unas semanas dijo el papa Francisco: “sin amor, el mundo desciende al caos” (Discurso, 7.XII.2017). El amor de Dios, encarnado en nuestra vida cotidiana, es el que mejor garantiza nuestro crecimiento como personas y el desarrollo humano integral de la sociedad. Como dijo san Juan Pablo II al comenzar su pontificado, no tengamos miedo de abrir de par en par las puertas de nuestro corazón a Cristo, porque sólo Él tiene palabras de vida eterna (Homilía, 22.X.1978).

+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa