GRACIAS, PAPA FRANCISCO
Cuando esperábamos que –aunque lentamente– la salud del Papa Francisco continuara recuperándose, el lunes de Pascua amanecimos con la noticia de su partida de este mundo. Es pronto para hacer un análisis exhaustivo de los doce años de su pontificado, pero no lo es para destacar uno de los aspectos de su ejercicio de tan delicado servicio. Me refiero a la “hermenéutica de la reforma”, es decir «de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia», para usar las palabras con las que unos años antes su predecesor, Benedicto XVI, había señalado que debía seguir siendo el camino de la Iglesia (Discurso a la Curia Romana, 22.XII.2005). Una renovación que, como el mismo Papa Bergoglio dijo varias veces, no la inventó él sino que impulsó respondiendo a los pedidos formulados por los cardenales en las reuniones previas a su elección. Pedidos que, por lo demás, estaban en consonancia con los deseos y lo que ya habían comenzado a hacer san Juan Pablo II y Benedicto XVI gracias a los pasos previos dados por los santos Juan XXIII y Pablo VI.
En efecto, en su discurso de apertura del Concilio Vaticano II, el Papa Juan XXIII recordó que una cosa es el depósito de la fe, es decir las verdades substanciales de la doctrina, y otra el modo como estas se expresan. Y Juan Pablo II, hace cerca de cuarenta años ya nos había convocado a llevar a cabo una nueva evangelización: no nueva en la doctrina sino en su método, en su ardor y en sus formas de expresión. Francisco supo encarnar muy bien estos deseos y esa continuidad, aportando al camino de la Iglesia su propio estilo y la visión de la Iglesia en Latinoamérica, de la cual procedió, y de las periferias existenciales con las cuales tuvo cercana relación como sacerdote y después como obispo.
Desde esa perspectiva, y aun a riesgo de simplificar las cosas porque el espacio no permite entrar en detalles, resultaría válida la siguiente aproximación al pontificado de los tres últimos papas: San Juan Pablo II, en su largo y prolífico pontificado, desplegó el “abanico” doctrinal y pastoral derivado del Concilio Vaticano II. Benedicto XVI, por su parte, dio un siguiente paso, casi como una síntesis, atrayendo nuestra atención a lo más esencial de la doctrina cristiana: las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), a las cuales dedicó sus principales documentos y el Año de la Fe, cuyo documento conclusivo, Lumen Fidei, dejó prácticamente listo y fue publicado por su sucesor.
Francisco, por su parte, nos fue enseñando y guiando en la aplicación concreta, en la vida cotidiana de los cristianos, de la siempre vigente doctrina católica, actualizada por sus predecesores y por él mismo en atención a situaciones que fueron cobrando mayor relevancia: ecología, migrantes, sinodalidad, ecumenismo, diálogo interreligioso y cultural, reforma de la Curia Romana y algunas enfermedades que afectan a ciertos sectores de la Iglesia, como el clericalismo, la rigidez, el gnosticismo, el peliagianismo, etc. De esa manera, la nave de la Iglesia continuó surcando los mares de este mundo asistida por la fuerza del Espíritu Santo y bajo la sabia guía del sucesor de Pedro.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa
11.V.2025