EL DON DEL AMOR
En el Evangelio de este domingo (Mc 12,28b-34), Jesús nos revela el sentido profundo de nuestra vida, aquello para lo que hemos sido creados: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo. Como era conocido en su época, Jesús lo llama «el mandamiento más grande», pero como bien lo explicó el Papa Benedicto XVI: «Antes que un mandato -el amor no es un mandato- es un don, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar, de forma que, como una semilla, pueda germinar también dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida» (Angelus, 4.XII.2012). A través de ese don, Dios hace posible que, ya en este mundo, se comience a realizar en nosotros la imagen y semejanza suya con la que Él nos creó y que vivamos conforme a la dignidad que nos ha dado (Gn 1,26). En efecto, Dios, que es amor, nos ha creado por amor y para el amor; de modo que el amor «es la condición esencial de la dignidad del hombre, la prueba de la nobleza de su alma» (Juan Pablo II, Angelus, 4.IX.1979). Pero, no sólo eso sino que, a través de ese don, Dios nos hace eternos, porque «el amor no pasa nunca» (1Cor 13,8) y ni siquiera la muerte puede destruirlo.
Ahora bien, ¿cómo recibimos ese don que es el amor? Nos lo dice el apóstol san Juan: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10), o en palabras de san Pablo: «Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8), «se entregó por nuestros pecados» (Gal 1,4). Esto significa que la llamada a amar, que Dios ha puesto en nosotros al momento de crearnos, se realiza o pasa de potencia a acto en la medida en que establecemos una relación íntima con Él, abriéndonos a su amor; es decir, en la medida en que nos dejamos amar y perdonar gratuitamente por Él. Nuestra naturaleza humana, por sí sola, no puede amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Jesucristo nos ha amado. Sólo Dios, que es amor, habitando en nosotros y amándonos desde dentro de nuestro ser, puede hacer que brote de nosotros el verdadero amor.
El Evangelio de este domingo, entonces, es una llamada a acogernos al amor misericordioso de Dios, a abrir nuestro corazón a este Dios, fuera del cual no hay otro, que quiere habitar en nosotros y, haciéndonos partícipes de su naturaleza divina, hacer también posible que amemos como Él ama. Todo lo contrario a lo que nos dice el mundo, que nos quiere hacer creer que la felicidad consiste en amarse cada uno a sí mismo por encima de los demás y, prescindiendo de Dios, hacerse “dios” de sí mismo. Obrando así, sin embargo, el hombre se empequeñece y termina preso tras los barrotes de la cárcel de su propio “yo”. Pierde la libertad y, tarde o temprano, experimenta la insatisfacción que causa buscar la felicidad en los ídolos de este mundo: el dinero, la fama, los afectos desordenados, el placer exacerbado, etc. La felicidad del hombre, en cambio, está en amar como Dios ama, «incluso a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros» (Benedicto XVI, Angelus, 4.XII.2012). Es el don que Dios nos ofrece en Cristo.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa