El día en que actuó el Señor
«Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 118 [117], 24). Con estas palabras, seguramente sin saberlo pero inspirado por el Espíritu Santo, el salmista anunció, con varios siglos de anticipación, la resurrección de Cristo. «Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente» dice también el mismo salmista (v. 23). En efecto, como después lo confirmó san Pedro: «A este Jesús, Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 2,32). En ese “todos nosotros” están incluidas María Magdalena y sus compañeras que, cuando volvieron al sepulcro para terminar de embalsamar el cuerpo del Señor y dejarlo ya enterrado, se dieron con la gran sorpresa de encontrarse con Jesús resucitado (Mt 28,9). Están también incluidos aquellos dos discípulos que, tristes y defraudados, volvían a Emaús para continuar con su vida pasada, hasta que «se les abrieron los ojos» y reconocieron que aquel peregrino que se les había hecho el encontradizo en el camino era el mismo Jesús a quien tres días antes habían visto muerto en la cruz (Lc 24,31). Están también incluidos los apóstoles y muchos más que lo vieron resucitado, como dan testimonio los cuatro evangelistas y san Pablo (Mt 28,16-20; Mc 16,14; Lc 24,36; Jn 20,19; 1Cor 15,5-8). Ninguno de ellos esperaba ver a Jesucristo resucitado; para todos fue una sorpresa, hasta el punto que varios de ellos dudaron de que fuera Él. Pero sí…¡lo era y lo es! ¡Jesucristo ha resucitado!
Dios, el inmortal, se hizo hombre para poder morir y así «aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir al diablo, y libertar a cuantos por temor a la muerte estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Heb 2,14-15). Este es el sentido profundo de la Pascua que estamos celebrando: si por la desobediencia de Adán entró la muerte en el mundo y el hombre quedó sometido a la esclavitud del pecado, por la obediencia de Cristo vuelve la vida al mundo y la humanidad entera puede recobrar la libertad gratuitamente, acogiéndose al perdón de los pecados ofrecido por Jesucristo en la cruz, «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva…muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,4-11). Y «en esto sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (1Jn 3,14).
El fruto del misterio pascual de Cristo no es solamente el perdón de nuestros pecados, que sin duda ya sería bastante, sino que es mucho más: Jesucristo resucitado es «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Con la resurrección de Cristo, sigue adelante el plan de Dios al momento de crear al hombre: que seamos sus hijos, que le podamos llamar, como el mismo Jesús, «Abbá, Padre». «Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rom 8,17). Esa herencia, que Dios nos ofrece gratuitamente en este tiempo de Pascua que Cristo ha inaugurado para nosotros, es el Espíritu Santo que nos capacita para amar a los demás como el mismo Cristo nos ha amado y, así, ser verdaderamente felices participando de su vida inmortal ya desde este mundo.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa