LA IGLESIA Y EL REINO DE DIOS
Como lo suele hacer las primeras semanas de cada año, el evangelio de este domingo nos remite a los inicios de la vida pública de Jesús y, por tanto, a los inicios de la Iglesia por Él fundada. ¿Cómo comienza Jesús la fundación de su Iglesia? El evangelista Marcos nos dice que, después de ser bautizado por Juan en el Jordán y vencer las tentaciones del diablo en el desierto, Jesús marchó a Galilea y proclamaba: «el Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean la Buena Nueva» (Mc 1,15). Destaca, así, que Jesús no comienza la fundación de su Iglesia en Jerusalén, que era el centro religioso del pueblo de Israel, sino en Galilea que quedaba a varios días de distancia de Jerusalén, estaba habitada por personas provenientes de diversos pueblos y creencias religiosas y, por tanto, no eran bien vistas por las autoridades religiosas del pueblo judío. Con esto, como ha dicho el Papa Francisco, «Jesús nos enseña que la Buena Noticia no está reservada a una parte de la humanidad…nadie está excluido de la salvación de Dios» (Angelus, 26.I.2014).
El evangelista Marcos destaca también que el primer anuncio de Jesús es que el Reino de Dios está cerca; y ciertamente lo estaba porque Jesús no se refería a un reino terrenal, limitado en el espacio y el tiempo, sino a Él mismo: Jesús es el “lugar” donde Dios reina. En Él, Dios se ha hecho cercano a nosotros, se ha hecho uno de los nuestros para hacernos uno con Él. «De este modo, Jesús quiere revelar el rostro del verdadero Dios, el Dios cercano, lleno de misericordia hacia todo ser humano; el Dios que nos da la vida en abundancia, su misma vida. En consecuencia, el reino de Dios es la vida que triunfa sobre la muerte, la luz de la verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia y de la mentira» (Benedicto XVI, Angelus, 27.I.2008). Convertirse es precisamente creer en esa buena noticia de que Dios nos ama tanto que se ha hecho hombre por nosotros, para cargar con nuestros pecados y clavarlos en la cruz con Él para que nosotros podamos participar de su vida divina, de su victoria sobre la muerte y vivir eternamente con Él ya desde este mundo.
Como dice san Pablo, Dios «nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados» (Col 1, 13). Convertirse no se reduce a cambiar de mentalidad, es algo mucho más grande y bello: abrirse al amor de Dios y dejar que sea Él, con la participación de nuestra libertad, quien nos rescate de todo aquello que nos impide seguirle y dejar que Él reine en nosotros, en nuestra vida. Es lo que hicieron los primeros discípulos, que eran pescadores en el lago de Galilea, como termina narrándonos Marcos en el evangelio de este domingo cuando nos relata que, al oír la invitación de Jesús a seguirle, Pedro y su hermano Andrés «dejando las redes, le siguieron», y también Santiago y su hermano Juan «dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras Él» (Mc 1,16-20). Han pasado casi veinte siglos desde entonces y también hoy el Señor sigue pasando por las orillas de la humanidad y llamándonos a seguirle. Pidámosle que, a través de la escucha de su Palabra, nos conceda también a nosotros dejar todo aquello que nos impide seguirle y entrar en su Reino.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa