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El sentido de la Cruz

La memoria de la Virgen María bajo la advocación de Nuestra Señora de los Dolores, que celebramos cada 15 de septiembre, es una buena ocasión para reflexionar sobre la participación de la santísima Virgen en el misterio de nuestra redención realizado por su hijo Jesús en la cruz. La sola razón humana no alcanza a comprender del todo por qué Dios ha querido salvarnos a través del sufrimiento. Sin embargo, ese ha sido su designio y en él han participado íntimamente unidos su hijo Jesucristo y la Virgen Madre. La elección de María como Madre del Redentor le trajo no pocos sufrimientos en su vida. Pensemos, por ejemplo, en la tristeza que le habrá causado tener que dar a luz al hijo de Dios en un pesebre, “porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7), o en el temor que debe haber sentido al saber que el rey Herodes buscaba al Niño para matarlo (Mt 2,13-16), o en la angustia que pasó durante los tres días que Jesús, apenas entrando a la adolescencia, se le perdió en Jerusalén (Lc 2,41-48), o en el sufrimiento que le habrá ocasionado ser testigo de las incomprensiones y conspiraciones que sufrió su hijo a lo largo de los tres años de su vida pública.

Pero, sin lugar a dudas, fue durante la pasión y muerte de Cristo que María experimentó el mayor dolor de esa “espada” que atravesó su alma, como se lo había anunciado el anciano Simeón (Lc 2,35). Como dijo san Juan Pablo II: “En ese único sacrificio tomó parte activa María, la primera redimida, la Madre de la Iglesia. Estuvo al lado del Crucificado, sufriendo profundamente con su Unigénito; se asoció con espíritu materno a su sacrificio; consintió con amor a su inmolación; lo ofreció y se ofreció al Padre” (Angelus, 5.VI.1983). De modo tal que “ninguno de nosotros puede decir cuál haya sido la pasión más cruel: si la de un hombre inocente que muere en el patíbulo de la cruz, o la agonía de una madre que acompaña los últimos instantes de la vida de su hijo” (Francisco, Catequesis, 10.V.2017). Cualquiera que sea el caso, sin embargo, sabemos que la historia no terminó en la cruz, sino que la misma omnipotencia del Espíritu Santo que resucitó a Jesús de entre los muertos elevó a la Virgen María a lo alto del Cielo. Así, de ser instrumento de oprobio y de muerte, la cruz pasó a ser el lugar de la más íntima unión de Dios con el hombre, el instrumento de la victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el pecado.

Contemplar a Cristo crucificado y a María, firme, al pie de la cruz, nos recuerda las palabras del mismo Jesús: “Si alguno quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga… y donde esté yo, allí también estará mi servidor” (Mt 16,24; Jn 12,26). La vida cristiana no consiste en recurrir a Dios para no sufrir, sino en asumir la propia realidad humana, que incluye inseguridades, enfermedades, incomprensiones y dificultades, y vivirlas unidos a Jesucristo. Quien así lo hace, experimenta que el sufrimiento y la muerte no son la última palabra, sino que Jesucristo ha resucitado y nos hace partícipes, ya desde este mundo, de su vida inmortal.

+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa